Columnistas

La mitad del aumento del déficit fiscal es por gastos no Covid-19

Por Jorge Colina, Economista Jefe de IDESA.-

El gobierno nacional finalmente dio la aprobación a los gobiernos locales del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) para flexibilizar el confinamiento. El paso a una fase de mayor libertad basada en la responsabilidad individual no es consecuencia de un mayor control sobre la pandemia. Es una imposición derivada del cansancio social y el grave deterioro social y productivo.

El equivocado concepto de que primero está la vida y luego la economía terminó llevando a la paradoja de tener que flexibilizar el aislamiento en el momento que se registra el mayor número de contagios. Las autoridades matizan la situación argumentando que la cantidad de casos diarios no estaría creciendo. Esto es relativo ya que se desconoce la verdadera cantidad de contagios. Esto se explica porque la principal debilidad de la estrategia argentina sigue siendo no priorizar la masificación de los tests. De todas formas, es positivo ir hacia una estrategia productiva y social más sostenible y tolerable.

La degradación en la situación económica se manifiesta en múltiples facetas. Una de ellas es la situación de las cuentas públicas. Según la Oficina de Presupuesto del Congreso la Administración Nacional tuvo, en el primer semestre del 2020, el siguiente comportamiento:

  • El déficit primario (antes del pago de intereses) pasó de 1% 8% del PBI, o sea aumentó en 7 puntos del PBI respecto del mismo período del año anterior.
  • De este aumento del déficit fiscal, el 56% se explica por transferencias extraordinarias a las familias, los trabajadores, al sector salud y a las provincias por el COVID-19.
  • El 44% restante corresponde a aumentos de los gastos corrientes por encima de la recaudación no ligados directamente al COVID-19.

Estos datos muestran que la degradación de las cuentas públicas alcanza magnitudes inusitadas. No sólo porque el déficit primario llegó a un nivel inédito sino porque los gastos extraordinarios directamente vinculados al COVID-19 –los cuales cabría de esperar  que desaparezcan cuando vuelva la normalidad– explican poco más de la mitad del desequilibrio. La otra mitad del aumento del déficit fiscal son excesos de gastos corrientes sobre la recaudación. Que la mitad del aumento récord de déficit fiscal sea por gastos no directamente relacionados con el COVID-19 condiciona la salida de la crisis.

Al tener muy limitado acceso al crédito público, los desequilibrios fiscales se financian con emisión. En el primer semestre del 2020, el financiamiento monetario del déficit fiscal fue de $940 mil millones, equivalentes al 33% del gasto público. Esto tuvo poco impacto sobre la inflación. Pero es un fenómeno transitorio asociado a la abrupta caída del consumo producto del aislamiento. A medida que se normalice la situación será cada vez más visible la inconsistencia entre la masiva emisión monetaria y una aparente inflación controlada.

La reducción del déficit fiscal depende de la recuperación de la recaudación y la reducción del gasto público. La recaudación está muy condicionada por el cierre de empresas ocasionado por el aislamiento y la incoherencia de sostener alta presión tributaria junto con promesas de un jubileo con generosas moratorias. La reducción de los gastos requiere sincerar el retraso de las tarifas públicas, reformar el sistema previsional, cerrar los programas nacionales que se superponen con funciones provinciales y eliminar la coparticipación para sustituirla por un fondo de convergencia. También hay que desactivar los programas creados por la pandemia cuando sea superada. Si se quiere transformar el Ingreso Familiar de Emergencia en un “Ingreso Universal”, previamente hay que eliminar todos los planes asistenciales existentes que operan de manera desarticulada.

Muchos comparan la actual crisis con la del 2002. En función de ello, proyectan con optimismo que el próximo año comenzará una recuperación similar a la del 2003. Para que esta comparación sea válida habría que liberar el tipo de cambio oficial generando una mega-devaluación similar a la del 2002. Esta sería la (dolorosa) manera de producir la enorme licuación de gasto público que permitió, en aquella época, generar superávit fiscal sin ordenamiento del Estado.